Maldecimos la existencia que impía nos apremia a vivir, no parasitar. Y este requerimiento del que nos lamentamos nos muestra, quizás ambiguamente, como seres carentes de la voluntad, del denuedo inapelable para concluir la única alternativa que nos dignifica ¿Qué sentido tiene pues, denegar el deseo de morir a quien no puede culminar una existencia digna? Fluctuamos entre la constatación de lo razonable y la renuencia moral de lo que en coherencia procedería consentir: la aceptación de darse por vencido y allanar el paso para la acción consecuente.
Acaso lo más cruel sea nuestra impotencia, que nos impele al juicio moral de los pensamientos propios y ajenos, arrastrándonos a un cerco del que no logramos despojarnos.
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